* Los corazones no ruedan (Siguiendo a México en el Mundial).
ESSEN A BERLÍN.- Cualquiera que haya venido a Alemania en este mes diría que el país está contagiado de futbol. No es una enfermedad ni mucho menos una epidemia, pero actúa como tal. Está por doquier, se expande, es fuerte, se hace odioso.
En los trenes de Alemania se pueden ver los primeros síntomas. Si se viaja mientras se lleva al cabo un juego, el jefe de turno toma el micrófono y anuncia que gracias a un patrocinio de la Deutsche Telecom, la empresa de comunicaciones alemana, la Deutsche Bahn, o empresa de trenes de Alemania, puede informar en vivo los resultados de los juegos. Después, por si no fuera poco, el jefe de turno hace el anuncio con el inglés que aprendió en dos semanas de cursos. Suena igualito al alemán.
El viaje comienza. El jefe de turno vuelve a tomar el micrófono y saluda a todos los fanáticos del futbol que se han subido a este tren, “les agradecemos que viajen con nosotros”, ¿pues si no, cómo? Es como si en México el PRI, cuando gobernaba, hubiera dicho “gracias por votar por nosotros”. ¿Había otra opción?
Y los fans cruzan los pasillos del tren con las playeras de los países que apoyan. Aquí pasa Francia, luego Japón, tres Alemanes y, bueno, aunque no traen playera, pasan tres sombrerotes. Deben de ser los mexicanos.
A mi lado se sientan tres mujeres alemanas. Permanecen mucho tiempo calladas hasta que rompen el silencio del vagón. “México la va a tener muy difícil con Argentina, pero el partido estará muy bueno”, dice una, “¿Italia se quedará en primer lugar de su grupo sin duda”, dice otra, “no, pero Argentina juega mejor al futbol, yo creo que si hay algún favorito para ganar el campeonato son ellos”, dice la más grande de ellas.
Trato de leer el periódico. Abro uno, de tiraje nacional, unas cuantas notas políticas y dos secciones del Mundial, una para análisis de los grupos y otra para fans. La de fans reporta que los sin techo de Alemania se han hecho de un par de televisores chatarra y miran el futbol. Apoyan a Alemania. Abro el otro periódico que compré, uno de tiraje nacional también pero semanal. Su nota de portada es la felicidad por el nacionalismo que brota en los alemanes. Futbol otra vez.
Me llega un mensaje de texto a mi celular, “¿si vamos a ver el partido juntos, verdad?”. Hablo con mi novia, quien se ha convertido en una corresponsal de Brasil y Argentina y es un ejemplo de mezclar feminidad, sabiduría futbolística y pasión futbolera. Platicamos sobre futbol y las posibilidades de calificar de los japoneses, que a estas horas todavía las tienen.
Volteo a ver hacia fuera de mi ventana. Creo que los campos de cultivo tienen el potencial de convertirse estadios de futbol. El pasto está verde, verde. Si yo fuera Carlos Slim ya hubiera invertido en ellos. Veo las vías que van hacia el otro lado y sólo espero ver pasar algún tren disfrazado de balón de futbol, o cuando menos con una imagen gigantesca de Oliver Kahn pegada a lo largo.
Pero de repente escucho una conversación a mi lado. Es inevitable. Una mujer en sus 35 años habla por su teléfono celular y su timbre de voz es irremediablemente evitable. Podría hablar lo más bajo posible pero hasta lo que dice desconcierta. “Esta es la última vez que intento hablar contigo, tienes que darme una cita para tratar de arreglar las cosas”, dice.
Su llamada se corta dos o tres veces. Intenta de nuevo. Habla fuerte. Está desesperada por que del otro lado la escuchen. Quizás es su novio. Menciona que ha cuidado a su hijo sin pedirle nada a cambio. Dice que no entiende porqué ha pasado lo que ha pasado. Quiere justicia, nadie nunca le ha dado oportunidad de expresar lo que quiere ni de obtener las respuestas que quiere. “Por favor, sólo quiero que nos veamos para hablar, esto no puede terminar así”. Parece que la llamada se corta de nuevo, pero ahora creo que más bien alguien la termina a propósito. Toma el libro que ya tenía en sus piernas y lo abre. Su mirada está empero hacia el suelo del pasillo del vagón. Pasan más fanáticos y la mirada no cambia. A ella ya ni le llama la atención que un mexicano que trae el olor de haber dormido en una estación de tren le pegue con su mochila al pasar.
Vuelve a intentar marcar el mismo teléfono de antes. “Por favor, una cita”. Nada de lágrimas, sólo un reclamo temperamental a su derecho de ser atendida. Las llamada se vuelve a truncar. Esta vez no alza el libro. Su teléfono permanece en mano, listo para ser contestado. La mirada igual, hacia nada. ¿A quién le interesa el futbol cuando los asuntos del corazón no están resueltos? Ni aunque gane Alemania tres partidos seguidos detonando una ola de nacionalismo sin igual, tampoco aunque pasen a Octavos los guapos argentinos contra los apasionados mexicanos.
Hannover, Wolfsburg, Berlín Spandau… Italia contra República Checa, Estados Unidos contra Ghana. Las ruedas giran, los balones ruedan. La vida parece avanzar para muchos pero para otros sigue estancada. ¿Qué son mil caras alegres contra una desolada? Quizás su amado ha sido raptado por esa loca y exagerada onda de nacionalismo alemán. Si no regresa, Klinsmann será el culpable.
Yaotzin.
En los trenes de Alemania se pueden ver los primeros síntomas. Si se viaja mientras se lleva al cabo un juego, el jefe de turno toma el micrófono y anuncia que gracias a un patrocinio de la Deutsche Telecom, la empresa de comunicaciones alemana, la Deutsche Bahn, o empresa de trenes de Alemania, puede informar en vivo los resultados de los juegos. Después, por si no fuera poco, el jefe de turno hace el anuncio con el inglés que aprendió en dos semanas de cursos. Suena igualito al alemán.
El viaje comienza. El jefe de turno vuelve a tomar el micrófono y saluda a todos los fanáticos del futbol que se han subido a este tren, “les agradecemos que viajen con nosotros”, ¿pues si no, cómo? Es como si en México el PRI, cuando gobernaba, hubiera dicho “gracias por votar por nosotros”. ¿Había otra opción?
Y los fans cruzan los pasillos del tren con las playeras de los países que apoyan. Aquí pasa Francia, luego Japón, tres Alemanes y, bueno, aunque no traen playera, pasan tres sombrerotes. Deben de ser los mexicanos.
A mi lado se sientan tres mujeres alemanas. Permanecen mucho tiempo calladas hasta que rompen el silencio del vagón. “México la va a tener muy difícil con Argentina, pero el partido estará muy bueno”, dice una, “¿Italia se quedará en primer lugar de su grupo sin duda”, dice otra, “no, pero Argentina juega mejor al futbol, yo creo que si hay algún favorito para ganar el campeonato son ellos”, dice la más grande de ellas.
Trato de leer el periódico. Abro uno, de tiraje nacional, unas cuantas notas políticas y dos secciones del Mundial, una para análisis de los grupos y otra para fans. La de fans reporta que los sin techo de Alemania se han hecho de un par de televisores chatarra y miran el futbol. Apoyan a Alemania. Abro el otro periódico que compré, uno de tiraje nacional también pero semanal. Su nota de portada es la felicidad por el nacionalismo que brota en los alemanes. Futbol otra vez.
Me llega un mensaje de texto a mi celular, “¿si vamos a ver el partido juntos, verdad?”. Hablo con mi novia, quien se ha convertido en una corresponsal de Brasil y Argentina y es un ejemplo de mezclar feminidad, sabiduría futbolística y pasión futbolera. Platicamos sobre futbol y las posibilidades de calificar de los japoneses, que a estas horas todavía las tienen.
Volteo a ver hacia fuera de mi ventana. Creo que los campos de cultivo tienen el potencial de convertirse estadios de futbol. El pasto está verde, verde. Si yo fuera Carlos Slim ya hubiera invertido en ellos. Veo las vías que van hacia el otro lado y sólo espero ver pasar algún tren disfrazado de balón de futbol, o cuando menos con una imagen gigantesca de Oliver Kahn pegada a lo largo.
Pero de repente escucho una conversación a mi lado. Es inevitable. Una mujer en sus 35 años habla por su teléfono celular y su timbre de voz es irremediablemente evitable. Podría hablar lo más bajo posible pero hasta lo que dice desconcierta. “Esta es la última vez que intento hablar contigo, tienes que darme una cita para tratar de arreglar las cosas”, dice.
Su llamada se corta dos o tres veces. Intenta de nuevo. Habla fuerte. Está desesperada por que del otro lado la escuchen. Quizás es su novio. Menciona que ha cuidado a su hijo sin pedirle nada a cambio. Dice que no entiende porqué ha pasado lo que ha pasado. Quiere justicia, nadie nunca le ha dado oportunidad de expresar lo que quiere ni de obtener las respuestas que quiere. “Por favor, sólo quiero que nos veamos para hablar, esto no puede terminar así”. Parece que la llamada se corta de nuevo, pero ahora creo que más bien alguien la termina a propósito. Toma el libro que ya tenía en sus piernas y lo abre. Su mirada está empero hacia el suelo del pasillo del vagón. Pasan más fanáticos y la mirada no cambia. A ella ya ni le llama la atención que un mexicano que trae el olor de haber dormido en una estación de tren le pegue con su mochila al pasar.
Vuelve a intentar marcar el mismo teléfono de antes. “Por favor, una cita”. Nada de lágrimas, sólo un reclamo temperamental a su derecho de ser atendida. Las llamada se vuelve a truncar. Esta vez no alza el libro. Su teléfono permanece en mano, listo para ser contestado. La mirada igual, hacia nada. ¿A quién le interesa el futbol cuando los asuntos del corazón no están resueltos? Ni aunque gane Alemania tres partidos seguidos detonando una ola de nacionalismo sin igual, tampoco aunque pasen a Octavos los guapos argentinos contra los apasionados mexicanos.
Hannover, Wolfsburg, Berlín Spandau… Italia contra República Checa, Estados Unidos contra Ghana. Las ruedas giran, los balones ruedan. La vida parece avanzar para muchos pero para otros sigue estancada. ¿Qué son mil caras alegres contra una desolada? Quizás su amado ha sido raptado por esa loca y exagerada onda de nacionalismo alemán. Si no regresa, Klinsmann será el culpable.
Yaotzin.
* Los corazones no ruedan (Siguiendo a México en el Mundial).
Reviewed by Yaotzin Botello
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6/24/2006 12:25:00 AM
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